
Después de Jesús, el amor más parecido a Dios, ha sido el de mi madre.
Una mujer soltera, madre de dos hijos trabajaba todo el día para llevar el sustento diario. Patricia Corcent era su nombre. Destacó en sus estudios secundarios, y, a falta de dinero, la universidad se volvió en una utopía de ensueño para ella. Recordaba con frecuencia la vez que su mejor amiga le prestó unos zapatos deportivos para ir a la fiesta anual del último año de colegio. Resultado, una semerenda reprimenda con palos y cucharones, jamás lo volvió hacer, y jamás volvió a una fiesta.
Años despues, Patricia conoció a un apuesto chico que le robó el aliento. Unos pocos años menor que ella, «el amor no conoce edades» se dijo. Dos hijos y un abandono. todo lo que él había podido ofrecerle con todas sus fuerzas.
En los años siguientes sería muy difícil contar las veces que mandaban con las panas vacías a sus hijos, quienes con papelito en mano volvían de regreso tras haberles negado crédito por enésima vez en la tienda de doña Flor. Un vaso plástico, agua de azúcar, pancita abajo y a dormir. Serpenteaban el hambre.
Como suele suceder entre los países tercermundistas, se sobrevive, y si la providencia lo permite, algunas veces, si quieres así llamarlo, viven.
Tenía Patricia un hijo llamado Daniel; soñador, juguetón, travieso, y para variar en esos detalles extraños del destino, con el mismo temperamento de su padre, un chichicaste de primera. Procedo a contarles lo que un día sucedió:
Era una fresca tarde de diciembre muy cercana a la navidad, los regalos para Daniel y su hermanito Carlos eran una cosa de la que ellos sabían que tenían que olvidarse, tenían que conformarse con las piernas de muñequitos que se encontraban tirados en el zanjón aledaño.
Patricia llegó a casa evidente cansada, el sudor resbalaba por su frente a pesar de aquellos vientos de fin de año, cargaba con su típica bolsa negra en la que cargaba ropa ajena para lavar; el trabajo con el que había podido sobrevivir juntos a sus retoños.
Carlitos podía ser engañado con poco. —Ten, Lito, te traje tu jugo favorito, —se dirigió alegre Patricia hacia el menor, extendiendo la mano con una bolsa sudada de glú-glú. Carlitos se hizo de la bolsa, casi como un arrebato más que con un recibimiento.
Daniel sabijondiaba, inquieto e impaciente esperando recibir lo suyo, porque si algo había aplicado bien aquella honrada mujer, es que, si había para uno, había para los dos.
—Y ahora… ¡ta, ta, ta, taaan! —exclamó ella con una sonrisa traviesa. Lentamente sacó de la bolsa lo que había quedado de lo que aparente fue un juguetito de cuatro ruedas. Era un carrito oxidado, sin llantas y evidentemente quebrado por donde le buscaras. La cara de Daniel pudo haber sido perfectamente La divina comedia de Dante, o Crónicas de una muerte anunciada de Gabo, pues eso sentía en su pecho, la sensación de querer morirse, la estocada más fuerte de su vida, la experiencia más traumante, la burla.
Daniel, que hace un momento tan solo parecía un niño en espera de su regalo, ahora tenía el mismo rostro de su progenitor, manos empuñadas, frente arrugada y un cuerpo tembloroso de rabia. En ese momento no hubo tiempo para pensar en una mujer que decidió quedarse sola para cuidarlo; en aquella que cuando a él se le iba la vida, ella estaba lista para darla a cambio de que él viviera, a la que tuvo que mentirle innumerables noches diciéndole que no tenía hambre para que él se comiera lo último que quedaba en la cazuela. Daniel tomó el carrito, lo quedó viendo con asco, acto seguido, lo estrelló en la pared con todas sus fuerzas, y espetó desde sus entrañas algo que haría pedazos el corazón del ser que más lo amaba:
«Yo no soy un miserable si eso es lo que usted cree, a mi no me ande trayendo estas basuras, no me merezco esto, todos los niños reciben cosas nuevas y nosotros solo las sobras, recoja esa cosa y bótela en la calle, y no me ande hablando, ¿oyó? y dice que me quiere, clase mentira ¡es una mentirosaa!
No me mal entienda, mi querido lector. Patricia era todo menos una madre floja, en otras circunstancias, a Daniel solo le hubiesen quedado dos muelas como supervivientes, pero en el corazón de una madre existe un punto de quiebre, entre la impotencia, la rabia, la tristeza y la decepción hay unas líneas muy delgadas. La mujer no dijo nada, se agachó y recogió el carrito con sus propias manos. Ante la mirada atónita de su hijo más pequeño, Carlos, volteó una vez más hacia Daniel y le dijo: —Lo siento, en realidad tu regalo está en la bolsa negra, solo estaba bromeando. Salió de la escena.
Daniel sintió una corriente eléctrica que le inició por la nuca, y le terminó en la punta de los pies. Lentamente se acercó a la bolsa, la abrió como si de ahí saldría una serpiente, pero no, dentro de aquella bolsa, estaba el balón de fútbol más lindo que Daniel jamás hubiera podido conocer. No era viejo, no estaba ponchado, venía con su maya protectora, y con un mes de sudor y esfuerzo como sello de garantía.
Daniel sacó aquel balón, en cámara lenta lo llevó en sus manos hasta caer sentado con el regalo entre las manos. Inclinó su rostro sobre sus palmas, palmas que desprendían un líquido tibio que estrenaba el esférico, Daniel lloraba amargamente.
El corazón de Patricia siguió roto por años, pero siempre luchando, siempre amando y siempre perdonando. Cuando Patricia dejó este mundo, sobre la repisa de un Daniel, doctor cirujano cardíaco, descansaba la figura de un juguete que siempre llamaba la atención: un carrito oxidado.
En honor a todas la madres solteras de este mundo
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