Aquella perrita blanca y serena, amiga de todos y enemiga de nadie, estaba cerca de dar a luz su último parto. Husmeó toda la noche para dar un lugar seguro y privado a sus tan esperadas criaturitas calvas.
A eso de las tres de la mañana, se escuchaban aquellos pequeños quejidos, hasta que, tuvo al último cachorro; tres hermosas hembras y dos lindos machos.
La casa era toda una alegría, pero había una gran realidad; no quedaba espacio para cinco canes de una raza tan enérgica como los pequineses. Y así, poco a poco los fueron regalando, hasta quedar solo uno… Tobby, mi buen amigo Tobby.
Mi tía nos contó en un día cualquiera que le habían regalado un perrito, personalmente no nos sorprendió, hasta que de repente, como un rayo amarillo y peludo, salió de la habitación de la tía el perro más tierno que jamás habían visto mis ojos hasta entonces. Llegó directamente hasta mis pies, se revolcaba y se daba vueltas como un remolino, intercalando lengüetazos que me provocaban tanta cosquilla que no podía parar de reír. Antes de poder decir cualquier palabra, lo abracé, lo acaricié, lo besé y dije: «Tú y yo seremos buenos amigos».
Si bien es cierto, la mascota no era mía, y cómo lo hubiese deseado, pero nos llegamos a querer tanto, que, adonde yo iba, él quería estar, y donde él vivía, yo deseaba vivir; pero repito, no era mío.
Aunque lo pedí muchas veces, fueron vanos los intentos, y, como en un acto de resignación, me acostumbré a ir a visitarlo de ves en cuando. Todos estaban encantados con él, los niños se acercaban al portón para saludarlo y jugar con él, quien se encontraba tras esas rejas de hierro.
Un día, mi tía salió a hacer un mandado, pero antes de que pudiera cerrar la puerta, Tobby fue demasiado rápido como para impedir que se saliera a la calle. «No pasa nada» dijo mi tía, ya regresará a casa, él es muy inteligente. Y Así, se convirtieron en los tres meses de ausencia más agonizantes de este entonces niño.
Lloré tanto por él que no podía dormir, y comer me resultaba sin sentido. Lo buscamos hasta el cansancio, a tal punto que todos le daban por muerto, otros pensaban que tal vez se lo habían robado, o que lo había agarrado la perrera municipal (eso ni siquiera existía donde yo vivía).
Pasaba el día, pasaba la noche, y cada día era mas inmisericorde que el otro. Tenía algunos amigos optimistas que me decían que ya aparecería, pero no cambiaba la realidad presente, y obviamente los más pesimistas que comenzaban a hablarme de accidentes fatales, hasta incluso armas letales contra al pequeñín.
Una tarde de verano, alguien llegó corriendo hasta mi casa para decirme que Tobby había aparecido, que estaba en casa de mi tía y que todos estaban alegres. Salí corriendo, estoy seguro que Usain Bolt no me hubiera alcanzado, veía pasar todo a mi alrededor como lo que veía el hombre que cruzó el agujero negro en la película de interestelar. Abrí aquel portón, resbalándome en el piso a causa de la inercia, y ahí estaba él; echado en el suelo, con sus orejitas gachas, su pelaje sucio, y herido por todos lados, como si hubiese estado encerrado en una jaula, combatiendo con leones.
Sentí un vuelco en el corazón, un golpe en el estómago, y un grueso nudo en la garganta. No corrió hacia mí como la última vez, no lamió mis pies como la primera vez, pero el brillo de sus ojos y su colita de un lado para otro, aunque débil, me decía que me había extrañado tanto.
Los siguientes días fue una total lucha hacerlo volver a comer, pues estaba muy herido, pero con algunos medicamentos y tipos de comida, se recuperó. Pero, algo cambió desde ese día. Aquel perrito amado y aclamado se comenzó a convertir en un estorbo. Después de los meses que estuvo perdido adquirió mañas como: revolcarse en las eses, comer su vómito y se había enfermado de sus intestinos. Como resultado de todo eso, siempre caminaba con mal olor, y no se dejaba bañar. Definitivamente Tobby ya no era el mismo, pero yo sabía que el sabía que ambos nos queríamos.
Lo cierto es que, por alguna razón nunca me lo pude quedar. El pequinés se comenzó a convertir en un nómada, se pasaba a vivir de una casa a otra, hasta que alguien, ya cansado, lo corría a palos. Comía de la caridad de la gente, y como ya era absoluto y callejero, nadie le podía detener.
En una noches fría y oscura, regresamos a casa después de un día largo y cansado. Cenamos, nos cambiamos de ropa y dormimos plácidamente. A la mañana siguiente, después de haberme estirado, me dispuse a buscar mis zapatos debajo de mi cama. El cuadro siguiente, me dejó perplejo por un minuto. Un cuerpo diminuto, manchado entre colores cafés y amarillo, yacía inerte e hinchado, sin ningún signo de vida ni aliento, era Tobby.
Una noche antes, había llegado agonizando a casa, metiéndose por un hueco en la puerta de madera donde siempre se las ingeniaba cada vez quería saludarme; quizá buscando de mi ayuda, o quizá con ganas de despedirse; pero yo no estaba presente. Seguramente hizo todo lo posible de soportar el aliento con la esperanza de que alguien abriera la puerta, pero eso nunca ocurrió. Y como a todos en la vida, llegará un momento donde ya no podremos soportar más, expiró; debajo de la cama de su mejor amigo, debajo de la cama de quien nunca podrá olvidarle.
El día que lo fuimos a enterrar, todos mis amigos me acompañaron, incluyendo mi hermano, que también lo quería mucho; le pusimos una cruz y le dije en mi mente: descansa, mi amigo, este mundo no te merece; te extrañaré, Tobby.
En memoria de Tobby
un perro que jamás podré olvidar.
-Kevin Mayorga

Imagen ilustrativa tomada de pexels
Deja un comentario