
La fría lluvia estaba cayendo esa tarde, recuerdo no haber querido acampar para que el agua me refrescara los recuerdos de aquellas callejuelas que me recetaron mis primeros raspones en la rodilla. El acantilado que una vez fuese un asidero de arena, donde junto mi amigo Nelson, nos habíamos lanzado desde arriba cuesta abajo en una bicicleta sin frenos, ahora era un pantano; todavía podía ver los fantasmas de mi infancia: Sucios, flacos, alguno que otro gordito, pero todos teníamos algo en común… éramos felices.
Seguí caminado, un anciano fumaba un cigarrillo que apenas podía sostener entre los dedos, y que parecía que jamás se iba a parar de aquella silla roja medio quebrada. De pronto, me acordé que era don Pablo, aquel viejo que jugaba a la pelota con nosotros, ¡ah! Si, ese nos enseñó a fumar. Levanté la mano para saludarlo para ver si se acordaba de mí, pero me ignoró, mejor dicho, no pudo verme. Tenía los ojos blancos, estaba ciego. Sentí pesar por él.
Quiso apoderarse de mis entrañas un escalofrío el cual parecía anunciar que tenía que estar listo para decir hola a un pasado que solo existía en mi memoria. De pronto, un chavalito pasó corriendo a la par mía, siguiendo a otro, al parecer jugaban al policía y al ladrón, quise reírme, hasta que, al alcanzar a su compañerito, le asentó por la espalda un golpe con un objeto corto punzante, no estaban jugando, eran traidor, le oí decir al pequeño agresor mientras huía y el otro lloraba. Asustado, bañado en sangre. Alguien se lo llevó en una caponera.
Impávido ante lo que acababa de ver, me agité un poco más de lo que ya estaba. —Tengo que llegar hasta mi calle —dije. Una calle que ya no era mía, una calle inhóspita. Llena de cuerpos, pero vacías de espíritu. Me di cuenta que era tal cual, porque al llegar a la esquina, vi personas santas gritándole improperios a su vecino, y ví al más sano tendido en la calle, con una mancha entre su entrepierna y una botella de plástico a la par que parecía ser ron.
Me acordé que quería ver a mis amigos, corrí hacia aquel portón corroído por la lluvia donde vivía mi yunta, pero la puerta ya no estaba ahí, ya no había sarro, ya no había puerta, ya no había casa. —Si buscas a quien creo, lo estás haciendo en vano. —Era la voz del nerd del barrio. Misma cara, mismo aspecto, mismo aire de sabelotodo, pero tenía algo importante que decirme. —Lo mataron, —terminó de decir. Cerró la puerta como si fuera enemiga. Dejó las palabras en el aire, como bailando alrededor de mi cabeza que a la vez se unían con el rostro del chico que muchas veces se quedó con hambre para saciar la mía; con el que me salvó de tantas donde, vi por un pequeño hueco la que nos va tocar a todos un día. Cesó la lluvia, pero ahora otra yacía otra entre mis ojos.— No poder decir adiós a tiempo, debería ser un crimen, —Me reclamé airado para mis adentros.
Me senté en la banca de la venta esquinera, que, solo en ese momento pude darme cuenta que tal venta ya no existía. Ese lugar donde fiaba un día y pagaba otro. Solo quedaban los carteles y una nostalgia.
Un caballo solitario pasó frente a la calle, y me acordé de mi amigo Dany, de aquel chico que sobrevivió a la masacre que casi le arruina la vida. Me volvió un poco el ánimo al enterarme que se había vuelto misionero y ahora estaba con toda su familia en la India. Todo parece estar en un lugar tan distinto, pensé.
La cancha del barrio estaba desierta. Los gritos eran imaginarios, los pleitos por la pelota eran solo cosas del ayer. Y muchos de sus árbitros ahora vivían al otro lado de la eternidad. De hecho, ese lugar estaba clausurado desde el atentado de un año antes.
Solo faltaba una cosa por hacer. Ir a casa. Me armé de valor, sabiendo que si todo había cambiado, eso incluía mi propia vida. Con pie de plomo avancé hacia el portón rojo de verjas puntiagudas. Sabía que mi madre estaba adentro. Me paré al frente, y, como en cámara lenta toqué tres veces. Nadie abrió, toqué de nuevo; nada. Toqué la tercera vez y entonces… un rostro que se me hacía conocido asomó la cabeza, y me dijo: —¿Dígame? Se quedó helado, y yo me quedé como piedra. Era mi hermano, su rostro estaba más estirado que antes, parecía tener la piel más clara. No supe en qué momento nos abrazamos, estallando en un mar de lágrimas, pero solo hasta que nos separamos, fue que me percaté de lo que sostenía su mano, una Biblia.
—¿Te quedas o me acompañas? —suspiró, después de haber hablado de todo y nada. —Cómo le hubiese gustado a mi mamá ver este momento —prosiguió, hoy me toca predicar.
—¿Le hubiese gustado ver, dices? Pero si mi madre…
Entonces desperté. —Todos se están marchando. —dije entre lágrimas
Deja un comentario