No pude dormir en toda la noche a causa de la emoción. Toda mi corta vida esperé ese momento con tantas ansias. Era la oportunidad de mi vida para ver en carne propia once, o mejor dicho, a 22 personas corriendo detrás de un balón, en vivo, en directo y a todo color.

Un día antes, papá me había dicho que me alistara, que me llevaría a ver jugar a mi equipo favorito en su propio estadio. No pude contener la emoción y di un grito. Era mi sueño hecho realidad.

Dieron las seis de la mañana y por primera vez en mi vida, me fui a bañar muy temprano. De hecho, mis tíos y mis primos se sorprendieron. Habían visto un milagro ante sus ojos. “quién diría, Robin bañándose temprano“.

La cita había sido pactada para las tres de la tarde, pero yo a las 10 ya tenía las manos sudadas. No podía esperar más, para en ese entonces los niños no teníamos teléfono, por lo que me era imposible saber dónde estaba papá. No tuve más opción que esperar hasta la hora estipulada; por lo que escuchar el tic-tac del reloj de pared, me era casi una tortura.

La mezcla de ansias y felicidad, que me revolvía las entrañas, era algo de lo cual estaba muy seguro, que jamás olvidaría. Cuando eran las 2:50 de la tarde, ya estaba listo, esperando a papá en la puerta que daba hacia la calle. Ocho minutos, cinco minutos, dos minutos, las tres de la tarde en punto.

De pronto, escuché un motor. Tenía los nervios hecho pedazos, estaba seguro que era la motocicleta de papá; y al asomarme un poco más hacia delante, me decepcioné al ver que era la motocicleta de un repartidor de periódicos. — ya vendrá— dije para mis adentros. Tratando de calmar mi agitado y pequeño corazón. 10 minutos de retraso, no importa, da oportunidad porque apenas estarán cantando el himno.

Y luego de soplar el viento, de escuchar a los pájaros irse a sus nidos, de ver el sol alejarse poco a poco y mi corazón arrugarse como papel; fue que me quedé esperando, aquel hombre, aquella moto, aquella ilusión. Papá se convirtió en sueño que nunca llegó.

Entré de nuevo a casa, avergonzado, pues mi familia sabía de aquella cita. Y teniendo ellos más pena que yo, se limitaron a guardar un sepulcral silencio que duró hasta la hora de irse a la cama.

Aquella noche, dentro de aquellas raídas sábanas, hubo una tormenta mezclada de llanto, dolor e inocencia; nunca jamás quise volver a ver un partido de fútbol.

Días después, papá llegó, le saludé un poco frío esperando que me diera una razón; y cuando por fin me animé a preguntarle, su respuesta fue: “lo olvidé”

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