Un ruiseñor me observaba desde la ventana, con una hebrita de paja en el pico, mientras yo me quejaba en la cama de que la comida estaba fría. El pájaro, cabeza arriba, cabeza abajo, alzó el vuelo.
El otro día, la avecilla de canto trino llegó de nuevo a la ventana, otra vez con una hebrita de paja en el pico. Yo me quejaba del sol inclemente. La alada criatura, volvió a marcharse.
Una semana después, el ruiseñor se apareció, o más bien, aparecí yo. Aquella pequeña ave llegaba todos los días, a la misma hora, al mismo lugar, con la misma hebrita de siempre en el pico. Yo como de costumbre… quejándome.
Pasó un mes, y he ahí un nido al costado de aquella ventana opaca, sola y descuidada; en ese espacio donde un diminuto ser encontró morada, pero yo aferrado a la almohada, mirando hacia la nada.
Onces días más tarde después de aquella extraña visita, se escuchó el canto de una madre ruiseñor, quien, gusano en pico, alimentaba, cuidaba y cantaba; aun así yo de todo me quejaba.
Cierto día, cansado de mí mismo, me levanté de la cama para acercarme por fin a la ventana. Quise por primera vez observar a mi amiga de cerca y celebrar la obra de sus logros. Lentamente caminé, suavemente abrí la ventana, y entonces ya era demasiado tarde; se había ido, no había ave, no había canto y no había nido
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