
EL SILENCIO DE DIOS
Tres hombres de mediana edad se encontraban en las sillas de espera de un banco, esperando a que una pantalla con letras rojas emitiera un sonido y reflejara el número de turno. El día había sido agitado para ellos. Uno de ellos vivía en las inmediaciones de un bosque lleno de las más hermosas Secuoyas que se pudieran encontrar en California, otro era un experimentado pescador del mar Cortes del golfo californiano, y el tercero era un maestro de niños de la Melrose Elementary. Los tres estaban allí por el mismo motivo: Esperar con incertidumbre a que el banco les aprobara un préstamos que les sacara de aprieto.
Los tres entablaron la típica conversación de personas quejándose de su situación; que si la economía del país, que lo mal que les estaban pagando en su área, y peor aún, que ni Dios les había podido ayudar en sus problemas. En eso estaban, cuando por la puerta entró un hombre de unos 60 años en una silla de ruedas, visiblemente privado de sus dos extremidades inferiores, usaba una barba larga y nublada, su piel estaba arrugada por el flagelo de los años, y apenas se le escuchaba respirar. Se le quiso ceder el primer lugar por su condición, pero él se abstuvo alegando que no tenía prisa, y que quería esperar.
Hubo un breve silencio entre aquellos tres hombres que minutos antes estaban inmersos en sus lamentos, pues la condición de aquel veterano les llamó la atención. Había algo que les dejó extrañados a pesar de la condición de la cual ya se habían percatado. Una hermosa sonrisa en el rostro de ese hombre, genuina y profunda le adornaba, incapaz de desaparecer.
—¡Buenas tardes, nobles caballeros! —sorprendió saludando el anciano —Hace mucho calor hoy ¿no es cierto? pero qué bueno, el frío hoy no nos está comiendo. Aquellos tres se miraban uno al otro, incrédulos de lo que acaban de escuchar. O este hombre no está cuerdo, o nos está tomando el pelo, dijeron dentro de sí. No queriendo ser faltos de educación le regresaron el saludo, y fue así como entablaron una conversación que duró unos 30 minutos.
—A todo esto, don Andrés, ¿qué es lo que a usted lo hace tan feliz? con el debido respeto, perdió a su familia en ese país en el que estaban guerra; en esa misma guerra perdió sus dos piernas; y encima dice que solo le quedan tres meses de vida por esa enfermedad terminal que le acaban de detectar; díganos ¿por qué está tan feliz?
Aquel hombre sonrió amablemente, movió su cabeza como comprendiendo la frustración de aquellos caballeros claramente emproblemados, y les dijo: Dios, esa es la repuesta, siempre fue Dios. Dos de ellos se rieron, y el profesor se enojó.
—¿Dios? —preguntó el pescador, —Yo lo veo. —Yo no lo escucho —siguió el habitante del bosque. —y yo, —continuó el profesor —Yo no lo siento.
El anciano agudizó la mirada, se reclinó un poco hacia delante, y se dirigió al primero, —¿Tanto tiempo viviendo el mar y no le has visto? Si supieras que con su mano el midió el límite de los mares, te darías cuenta que lo ves por cada Océano, río y lago (Proverbios 9:29) —Luego se dirigió al segundo —¿En serio no le escuchas? «voz de Jehová que desgaja las encinas, y desnuda los bosques; en su templo todos proclaman su gloria» (Salmos 29:9) —Y terminó con el tercero —Y tú, muchacho, no sabes qué hermoso privilegio tienes, has estado sintiendo a Dios todo este tiempo, y no te has dado cuenta «De la boca de los niños y de los que maman, fundaste la fortaleza» (Salmos 8:2).
Aquel viejo, sabio y versado, selló aquella cátedra de vida diciendo: El hombre no ve, no escucha, y no siente a Dios, porque la queja les nubla la conciencia de su existencia. Comiencen a ser agradecidos y entonces aprenderán a disfrutar a Dios. Pero, Dios no hace silencio.
Luego sonó un pitido, y un código cambió en aquella pantalla. —Con permiso —pronunció don Andrés —Ahora si tomaré el privilegio.
–Kevin Mayorga
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