
Año 45 d.C. Nos encontrábamos encerrados en la famosa masmorra de los desechados. Era la clase de cárcel que merecían las personas con cierta reputación de poder dentro de la sociedad.
No puedo describir el olor que enamanba de aquel cubículo circular, cuyas paredes destilaban un líquido fétido, viscoso y amarillento; habíamos llegado a la conclusión de que aquella especie de calabozo improvisado aún seguía fungiendo como alcantarilla, y nosotros, sencillamente un par de ratas más –decían ellos–, solo que más grandes y por lo tanto más odiosas.
De vez en cuando aquel lugar daba la impresión de tener encerrado a un montón de rebeledes cuyo temperamento era el de una fiera salvaje cuyo domador todavía no había nacido. Sin embargo, otro día aquel lugar parecía un jardín de niños abandonados, pidiendo a gritos que alguien llegara a salvarlos.
A mí en lo particular, había muerto ya hace un par de años atrás. Una vez estuve envuelto en un alboroto de la ciudad; me habían encomendado latigar a un hombre cuyo nombre no conocía, pero justo ese día mi hija estaba enferma de muerte. rogué al emperador que mi dispensara una ausencia. Necesitaba despedirme de ella porque niguno de mis dioses para entonces pudo responderme, y eso que dediqué todo mi salario en sacrificios.
El permiso se me fue denegado, y tuve que ir a complir. A pesar de que fui entrenado para ser una persona despiadada, solo horas más tarde, mientras esperaba mi turno como verdugo, me llegó un pequeño pergamino con la noticia de que mi hija había muerto, lo cual derrumbó toda aquella fortaleza interna que me quedaba. Fue ese el momento exacto en que solo me convertí en una estatua que caminaba. Desde entonces comencé a buscar con un odio descomunal al culpable de aquel suceso. Luego de pensar por horas, toda mi furia se posó sobre un hombre cuya historia me era ajena. Realmete solo había escuchado decir que era un loco que decía ser el hijo de Dios. De no ser por él, jamás se me habría asignado el azotarlo, y ahora tenía todas las excusas del mundo para desatar toda mi furia sobre sus espaldas.
Escoguí las peores y horrendas herramientas que puedas imaginarte; incluso dentro de todas ellas, decidí castigarle con una especial: «El Flagrum».
Lo ví acercarse escoltado por mis compañeros de legión, atado de pies y manos, y mientras más se acercaba, noté que no habría su boca como acostumbran la mayoría de criminales a los cuales azoté en otras ocasiones. No tenía ni siquiera una sicatriz, y cuando le tuve de frente, quise abofetearlo, pero en su mirada había algo que por una fracción de segundo me hizo sentir como un niño indefenso, mi hombría me mantuvo de pie. Solo fue hasta que le desnudaron, y me dio sus espaldas, que procedí a torturarle con todas mis fuerzas. Confieso que, tardé demasiado en dar el primer azote; hasta que mi superior golpeó el suelo como despertándome. Le golpeé, y mientras lo hacía, su quejido era sordo, y su cuerpo comenzaba a temblar.
Pasado unos minutos, mientras la gente me gritaba que siguiera, de pronto oi salir algo de la boca de ese hombre que hasta el día de hoy no me deja dormir, y es, principalmente la razon por la que estaba en aquella carcel: «Señor, perdónalos porque no saben lo que hacen». Otro amigo, que tambien fue encarcelado, me dijo que esa misma frase la escuchó cuando horas más tarde estaba en la cruz.
No le pude seguir golpeando, y como me negué a seguirlo haciendo, fui detenido, y por ende, destituido de mi puesto. Yo sí sabía lo que estaba haciendo, pero ¿por qué ese hombre decía: perdólos¿ y ¿con quien hablaba? Me sentí tan culpable, tan miserable. Algo que no puedo explicar me decía que aquel hombre era inocente, pero no podía hacer nada para devolver toda esa sangre. Yo estaba acostumbrado a derramar sangre, pero es que la vdertía ese hombre, parecia gemir desde la tierra.
Meses más tarde. Frente a la tumba de mi hija, mi esposa y yo conversábamos de lo felices que nos había hecho nuestra pequeña. Mi esposa me dijo: Nuestra hija, Elena, antes de morir me dijo que esa misma madrugada, un hombre llamado Jesús se le había aparecido en sueños, y le dijo que ese mismo día estarían en el paraíso. –Ese nombre– dije temblando. –Ese era el nombre del sujeto que me miró con ojos de amor antes de que lo azotara. Caí de rodillas, y lloré como no lloraba desde que mis padres me enlistaran en el ejército romano.
Desde entonces comencé a hablar de Jesús a todos, hasta que, mis compatriotas me tomaron por loco. Y me echaron en este lugar. Ellos dicen que solo esperamos la muerte. Lo que no saben, es que, realmente a mi me espera la vida.
Kevin Mayorga C
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