
Eran rojos, azules y cafés, picoteando los granitos que la señora del al lado les arrojaba todos los días; esos pajaritos adornados de una imagen edénica excepta de hombres que les interrumpiera el plácido momento. Pijules, cardinales y unos cuantos que no conozco, como niños frente al parque corriendo, o mejor dicho, volando de un lugar a otro, eran los que alegraban mi vista después del despertar de mis distracciones.
Picoteaba uno un árbol de tronco robusto y de corteza porosa; una y otra vez daba con todas sus fuerzas, hasta que las boronas dejaban ver un pequeño hueco ligado a un destino cuyo nombre se llamaría hogar. De tiempo en tiempo volvía, hasta que el carpintero había terminado su jornada.
Pero, ¿qué es lo que veo? un pequeño cuerpo moviéndose entre las ramas hace una interesante aparición; es una hermosa ardilla roja que degusta una deliciosa nuez. No batalla contra nadie, y el resto de las aves parecen darle una cálida bienvenida danzando a su alrededor.
De repente, el viento sopla y todas se mueven al unísono como si practicaran una coreografía de teatro. Es la danza de las aves.
Chispas de nieve descienden poco a poco, y ellas parecen percibirlo, aunque no les molesta en absoluto; sus patitas parecen estar adornadas con fuertes botas de explorador.
Pero, hay algo que hace falta tras esta ventana grande y sellada, es como ver una buena cartelera a colores pero en cine mudo, no escucho sus cantos, sus hermosas melodías la cual solo pude imaginar; pues cuando quise ir a por ello, como avisadas por algún pajarito, todas se habían ido. Era la danza de las aves.
-Kevin Mayorga

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